martes, 1 de junio de 2010

Wendigo


1
De todos los paisajes que Kate conocía ninguno le era más familiar que el de los bosques de Dakota del Norte, después de todo se había criado en la reserva de los Indios Ojibwa[1] en medio de un bosque parecido a éste.

Si tuviera tiempo se sentaría a admirar el esplendido paisaje de esos bosques infinitos que había añorado mientras se preguntaba si volvería a ver el azul del cielo o si viviría lo suficiente para cumplir 25 tras los meses encerrada en aquella minúscula celda en la prisión de White Plains.

Claro que, con sus perseguidores tan cerca, Kate solo podía seguir corriendo encorvada intentando cubrir su muy notorio uniforme naranja de prisionera con el sotobosque formado por grandes helechos, líquenes y demás.

Tenía un gran corte en el antebrazo y las rodillas despellejadas de tanto acuclillarse pero por lo menos aún seguía corriendo. Kate se había prometido no volver jamás a esa inmunda celda. Había odiado cada segundo encerrada y si la alternativa era la muerte, pues bienvenida fuera.

Avanzó un par de metros y se detuvo intentando encogerse tras el tronco de un añoso pino. Sus oídos registraron el eco de voces que se acercaban, sin duda sus perseguidores o quizás alguna otra prisionera escapada del trasporte accidentado.

En teoría correr con ellas podría servirle en caso de necesitar un distractor, pero en la práctica Kate había aprendido a no depender de nadie y menos de sus compañeras de castigo.

Le dolía el costado de tanto correr, pero a pesar de todo, se negaba a detenerse aunque fuera un segundo. Kate necesitaba un poco de comida, algo de agua y quizás una pizca de civilización.

Agazapada, Kate continuó moviéndose siguiendo instintivamente la ruta hacia el norte al tiempo que procuraba ahogar cualquier sonido o perturbar lo menos posible la vegetación.

Tras las tierras baldías Manitoba la esperaba, con ella quizás la libertad y un nuevo comienzo. Musitando viejas plegarias a Manitú el gran espíritu, siguió corriendo. ¿A quién trataba de engañar? Nunca conseguiría ser libre, por lo menos en el verdadero sentido de la palabra. Si pudiera volar, saldría de ahí, se elevaría hacia el sol y nunca volvería.

Kate saltó sobre la añosa y retorcida raíz de un pino sin importarle si hacía ruido o no, sus zapatillas deportivas se engancharon en los surcos de la corteza, trastabilló y cayó de bruces contra el suelo del bosque. Su caída resultó a sus oídos tan estruendosa como un disparo durante un funeral.

Aterrada, intentó ponerse de pie para seguir avanzando pero el maldito árbol se negaba a dejarla ir. La desesperación le dio fuerzas para patear y forcejear intentando liberarse.

Ardientes lágrimas se deslizaron por sus mejillas cuando. a pesar de todos sus esfuerzos, la raíz se negó a ceder. De un manotazo se secó los rastros húmedos manchándose el rostro con lodo; llorar nunca le había servido de nada y menos ahora.

Voces arrastradas por el aire le dijeron que su tiempo se estaba agotando, sus nervios alterados magnificaban los sonidos, aumentado su desesperación.
Joder, joder, joder…

Haciendo un esfuerzo tiró con fuerza a la vez que sacudía ligeramente el tobillo. ¡Mierda como dolía! La piel se le despellejaba dejando un rastro sangriento. Lo intentó hasta que finalmente la raíz cedió.

Poniéndose de pie nuevamente echó a correr intentando no volver a tropezar.

No voy a volver, no voy a hacerlo, prefiero morir pensó aterrada

—Ya basta— masculló entre dientes, de nada servía recordar. Lo que tenía que hacer ahora mismo era seguir moviéndose sin detenerse, tan rápido como pudiera, poner distancia entre ella y sus perseguidores, los buenos guarda parques y la policía forestal de Dakota del norte.

Tenía que seguir, moverse, avanzar y seguir sin mirar atrás.

En cierto modo y a pesar de estar agotada, hambrienta y adolorida, Kate se sentía con suerte.

Sip, había sido suerte de que el autobús que la transportaba a Bismark se hubiera topado con una repentina tormenta del norte y caído en uno de los muchos barrancos de poca profundidad que bordeaban el camino de la prisión.

Suerte porque había mantenido la conciencia cuando los guardias la perdieron, suerte porque encontró las llaves de las esposas y finalmente por seguir libre aun en medio de esas circunstancias.

Sí, era una jodida suertuda.

Una suertuda rechazada por su padre a quien la idea de tener una hija mestiza con una mujer de la tribu Ojibwa no era precisamente lo que tenía en mente como plan de vida, suerte porque a pesar de haber sobrevivido relativamente indemne a su infancia en la reserva y haberse ganado una beca para estudiar medicina veterinaria en la UCLA había tenido la mala fortuna de toparse con Antón Allistar.

Sin hacer ruido Kate comenzó a escalar una pendiente de tierra suelta hiriéndose las manos con los bordes cortantes de la corteza de un tronco caído hacía mucho. Debía encontrar refugio lo más pronto posible, la noche comenzaba y la temperatura no tardaría en caer en picado.

Maldito Antón Allistar y maldita la hora en que ese hijo de puta puso sus ojos azules en ella.

Sip, Antón el chico dorado de California, con su metro ochenta y su cuerpo cuidadosamente cultivado, era sin duda alguna el chico dorado de la facultad. Único heredero de la fortuna de los Allistar, acostumbrado a ser el centro de atención y a que cada uno de sus caprichos se cumpliera sin importar nada, estaba decidido a que esa mestiza de ojos verdes fuera un buen trofeo.

A menos de cien metros a su izquierda Kate escuchó el rumor de carreras e incluso —y a pesar de saber que era imposible— el sonido de voces provenientes de los artefactos de comunicación.

Joder… se acercaban.

Una vez más Kate deseo que Antón se pudriera en el infierno. El infeliz lo había intentado todo para meterla en su cama empezando por la, suave persuasión, halagándola y llevándole flores y regalos caros que ella había rechazado. Hasta que finalmente comprendió que no le interesaba aquella chiquilla y su interés tomó un cariz de violencia que se hizo evidente en detalles mezquinos pero terriblemente incómodos como arruinar la reputación con sus mentiras o actos que rayaban en el vandalismo.

Finalmente, cansado de su resistencia, la había acorralado después de una práctica deportiva, arreglando las cosas para dejarla encerrada en los vestidores donde Antón pensaba que no tendría oportunidad de escapar de lo que su grupo de amigos llamaba “seducción” pero no era otra cosa más que violación.

Había estado cerca de lograrlo, tanto que Kate aun tenía pesadillas donde el miedo, el dolor y la vergüenza se convertían en una montaña que amenazaba con sepultarla.

Frenética por escapar Kate siguió, no podía detenerse. Soslayando el lacerante dolor del costado, se deslizó por el otro lado de la pendiente. No podía perder esta carrera, no podía dejar la esperanza.

Buscando fortaleza Kate recordó el momento en que Antón pensó que la tenía a su merced, sus manos rudas desgarrándole la blusa, el olor a cerveza de su aliento, los golpes en el rostro buscando intimidarla y humillarla.

Sólo que él contaba con la astucia y los reflejos de una chica criada en el duro ambiente de la reserva.

Había dejado de luchar. Antón había sentido su rendición y sonreído como si fuera lo más natural del mundo.

A pesar de su asco, Kate le había bajado la cremallera y dejado los pantalones a mitad del muslo y se había puesto de rodillas recordando el único consejo que su abuela le había dado antes de partir a la universidad:

—Si estás en problemas Kate, recuerda, un hombre nunca dice que no a una mamada.

Saltando un pequeño arroyuelo de montaña, sin hacer apenas ruido Kate rió con amargura al recordar a la anciana Ojibwa.

Ella tenía mucho en común con su querida abuela. A pesar de su apariencia frágil como el cristal era fuerte e inflexible por dentro.

Antón había bajado la guardia y preparado para disfrutar de su sumisión acabó recibiendo un contundente golpe en los genitales dejándolo ahí tirado con los testículos adoloridos y sin poder seguirla porque sus pantalones lo inmovilizaban.

Fue la última vez que alguien lo vio con vida, al día siguiente su cadáver horriblemente desfigurado a golpes había aparecido en el mismo lugar en donde ella lo había dejado vivo.

Sin previo aviso el helecho tras ella se sacudió y un policía armado surgió con un rifle de cacería, sus sentidos sobrexcitados registraron como en cámara lenta su expresión de triunfo mientras apuntaba hacia ella.

Sin importarle más el sigilo Kate se lanzó hacia adelante corriendo en zigzag, una bala hizo estallar la corteza de un árbol a un centímetro de su cara pero no se detuvo. Mierda estaban tirando a matar. Tenía que escapar. Nuevamente sus labios se movieron formando las palabras de una antigua oración.

—Por favor, gran Espíritu, líbrame de estas cadenas, líbrame de la oscuridad, déjame volver a tu luz.

Kate corrió como nunca lo había hecho, consciente de la diferencia de tamaño y fuerza entre ella y sus perseguidores, hombres entrenados, descansados y bien alimentados, pero se negaba a rendirse, no lo llevaba en la sangre.

No podía seguir por mucho, aterrada Kate comprendió que necesitaba ocultarse, dejar que los guardias la pasaran para cambiar de rumbo, esa era su única oportunidad, pero a pesar de toda la exuberancia del bosque no había un escondite a la vista, solo cientos y cientos de troncos y al final la niebla alzándose como una pared.

Sin detenerse a pensar Kate dejo de zigzaguear y avanzó en línea recta.

Se la estaba jugando, la policía podría dispararle por la espalda y morir en el acto, pero sabía que su alternativa era una vida de reclusión en solitario y ante eso Kate ciertamente prefería la muerte.

Corrió, sin detenerse, sin pensar, avanzando metro por metro, en una alocada carrera dejando atrás todo lo que le era conocido en un desesperado intento por ser libre o morir intentándolo.






[1] Una de las tres tribus más numerosas de nativos americanos, habitan en la misma proporción en los Estados Unidos y Canadá.