miércoles, 17 de noviembre de 2010

Canción de Mar

Canción de mar

1

Si me alguien preguntará qué o quién soy, le diría… bien, supongo que la verdad, si pudiera hacerlo levantaría la cara y hablaría con voz firme diciendo: Soy un mascarón de proa, una escultura de madera con forma humana que se mece suspendida entre el cielo y el mar, entre la realidad y la nada, un cascaron vacío que antes solía ser una persona.

No siempre fue así, hubo una vez en que fui humana, con un cuerpo mortal, joven y bello. Tuve un nombre en ese entonces, uno que ahora parece un lejano recuerdo: Aileen

Nací hace casi doscientos años en las Antillas, en una isla bañada por el sol, donde el tiempo tiene otro ritmo y la vida parece luminosa y eterna. Mi padre se ganaba la vida comerciando con todo aquello que pudiera venderse, sin importar si se trataba de especias, azúcar, ron o personas. Mi madre nunca fue su esposa, pero él amaba a esa mujer de la isla tan bella y exótica como el mismo mar Caribe.

Como ellos, fui hecha para el mar, lo supe desde la primera vez que vi la inmensidad azul y verde subiendo y bajando al mismo ritmo que tenía la vida en mi isla.

Viví como humana durante veinte años, crecí protegida de la fealdad del mundo, mimada como correspondía a la hija de un prospero negociante. Puedo decir sin temor a equivocarme que fui feliz, pues contra todo pronóstico mi padre me amó como a la niña de sus ojos desde el momento en que la comadrona me puso entre sus brazos.

Él le dio satisfacción cada uno de mis caprichos sin importar si se trataba de algo banal o no. Gracias a su poder y su fortuna al crecer me convertí en la elegante figura de bailes y reuniones sin que nadie pusiera reparo alguno a mi origen.

Era bella y rica, cualidades que me hicieron amada por hombres deseosos de poseer lo que parecía destinado a ser mío por derecho. Sin embargo ese sentimiento mercenario no era real y crecí creyendo que el dinero sustituía al amor.

Frívola y presuntuosa me convertí en una mujer que creía dominar la vida sin pensar, ni imaginar que existía un mundo más grande que mi pequeña y somnolienta isla. En mi mente no cabía la idea de que todo podía terminar en menos tiempo de lo que sube la marea, como ocurrió en una noche de tormenta.

La noche de mi vigésimo cumpleaños mi vida mimada se desvaneció como la espuma del mar cuando se seca sobre la arena.

Para celebrarlo mí padre me regaló un barco, una elegante fragata de velas blancas y ornamentadas bordas, Reina del Caribe, se llamaba y era bello y majestuoso como su nombre. En él mi padre me llevó a dar un paseo por la costa para que todos pudieran admirarnos.

Aun recuerdo la explosión de colores que adornaban el día, azul brillante en el cielo del medio día, turquesa del mar Caribe, blanco del velamen flotando al viento, mi hermoso vestido de seda roja que resaltaba el tono de mi piel y mi padre sobrio y elegante de pie sobre la cubierta sosteniendo el timón.

La vida era hermosa o eso me pareció en ese entonces. Fue un día maravilloso con cielos despejados y mares en calma, hasta que el tiempo cambió, el viento comenzó a soplar y las agua a agitarse levantando olas de espuma que mojaron mi vestido. Mi padre quiso regresar al puerto al darse cuenta de la tormenta que se avecinaba pero a pesar de toda su pericia de viejo marino, no logró hacer que el barco virara con la velocidad necesaria y pronto nos vimos atrapados en medio de una tempestad con olas que se levantaban como dedos que intentaban sujetarnos.

En mi atolondramiento no comprendí el peligro, no sentí miedo, sino ira. ¿Por qué el mar se atrevía a desafiarme? ¿No se daba cuenta de quién era yo? Y mientras todos corrían a refugiarse yo hice lo contrario y salí a cubierta dejando que la lluvia y el mar encrespado me cubrieran por completo, en un arrebato de furia increpé al oleaje embravecido sin dejarme intimidar por su ferocidad.

Al paso de los años he pensado una y otra vez cuán insensata fui, qué torpe al imaginar que era demasiado bella, joven y rica para morir. Habría sido preferible morir a llevar una existencia como la que he llevado.

Si pudiera regresar a ese momento haría las cosas de otra manera, sería diferente, pero era joven y a pesar de mi vanidad también estúpida. Tanto que nunca imaginé el castigo que recibiría al pararme sobre la cubierta.

Mi voz no competía con el rugir del viento pero eso no evitó que vociferara como si pudiera ordenarle al mar. La lluvia y las olas empaparon mis vestidos e hicieron que el cabello se pegara en largos mechones a mi rosto, pero seguí gritando y maldiciendo hasta que una ola se alzó sobre la quilla y se derrumbó sobre mí para lanzarme a las aguas.

Al caer al agua pensé sentí el tirón de la seda mojada que pesaba como plomo arrastrándome hacia el fondo sin remedio.

Sentí como mis pulmones ardía mientras me asfixiaba. Pensé que moriría, pero de pronto todo cambio y floté inmóvil en medio de un gris infinito en donde no existía el tiempo, ni la necesidad de respirar.

Todo era tan insólito que mi terror inicial se convirtió en curiosidad.

Entonces él llegó y todo se volvió aun más extraño.

No sé de donde vino, ni porque lo hizo, pero yo descubrí maravillada algo que sólo existía en leyendas y hermosas historias que a mi padre la gustaba contarme cuando era niña y no podía dormir: Un tritón. Un hijo del mar con la forma de un hombre joven con abundantes cabellos negros y ojos oscuros que me miraban expectantes, tan sorprendido como lo estaba yo.

Nos miramos sin hacer nada, estudiándonos cada uno fascinado con lo que veía, hasta que sin decir una palabra él se acercó nadando entre la niebla gris. Sus dedos largos y fríos tocaron mis sienes y sentí como si se metiera en mi mente.

Casi al instante me liberó, pero su rostro tenía ahora un gesto de repugnancia.

-No eres en realidad un persona- dijo dejando que sus pensamientos llenaran mi mente, - eres sólo la carcasa vacía. No te preocupa, ni tu padre que te ama tanto y lucha para llevarte a salvo a puerto ni tu familia que llora y reza bajo cubierta

Yo era tan ingenua que pensé que comportándome igual que siempre, lograría salirme con la mía. Debí haber sido más humilde, pero en retrospectiva puedo ver que en no conocía el significado de esa palabra. Así que simplemente me alcé de hombros y dije con desdén - están ahí para servirme.

Él hombre del mar pareció sorprenderse, sus grandes ojos grises se abrieron y cabeceó como si yo hubiera dicho una blasfemia.

-El mundo no está para servirte..

-Hasta ahora así ha sido- respondí, sin saber porqué esperaba que él se comportara igual que todos los serviles aduladores que deseaban algo de mi padre y me llevara a mi barco.

No lo hizo, ni perdió el tiempo en palabras banales o descortesías inútiles, sencillamente me maldijo.

Aun hoy recuerdo sus palabras flotando como algas en el mar, envolviéndome, ciñéndose a mi cuerpo en un nudo que lentamente se fue apretando hasta cortarme la respiración:

-No sirves para nada, no le das valor a nada. dijo y mi cuerpo se contorsiono en medio de dolores que comenzaron en las puntas de mis dedos.

Es por eso continuó el tritón, mientras la agonía se extendía por piernas y brazos paralizándome estarás atada a una existencia sin vida real, atrapada e inmóvil, siendo la espectadora no la participante. Podrás verlo todo, escucharlo todo sin jamás alcanzarlo. Desearas a cada paso morir, pero la muerte te eludirá hasta que llegué el día en que alguien te del el valor que tú le has negado a otros, si es así, tendrás la decisión final sobre tu destino y sabrás si estas dispuesta a pagar el precio.

Mi corazón se detuvo cuando terminó de hablar. Un último golpe que vibro en mi pecho, sonoro y doloroso que pareció extenderse hasta indefinidamente pero que en realidad desapareció demasiado rápido.

Me sentí hueca como si me vaciara por dentro mientras me convertía en una simple imagen de madera, la vigía que nunca llegara a puerto, el mascarón de proa de mi propio barco, por todo el tiempo que permaneciéramos juntos, a menos que alguien tomara mi lugar o me amara tanto que se sacrificara por mí.

No tengo memorias de lo que ocurrió después, no sé si perdí la conciencia, o quizás en realidad me ahogué y este es mi propio infierno.

Desperté en medio de la luz abrumadora del sol sin darme cuenta de de nada. Por un largo momento creí que todo había sido un sueño, que me había desmayado sobre la cubierta y mi mente me jugó una mala broma, hasta que intenté moverme.

Aun recuerdo el horror, de sentirme prisionera, el pánico que me impulsaba a debatirme en un intento vano de escapar a la parálisis sintiendo mi tan prisionera como mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo grité, ni cuantas lágrimas no conseguí derramar al llorar en vano porque mis ojos permanecieron fijos y secos mirando el oleaje infinito.

Desde ese momento permanecí confinada en mi piel de madera inmóvil y muda.

No pasó mucho tiempo antes de que deseara desesperadamente morir.

Sentía y aun siento, que el castigo era desproporcionado a mi falta. Después de todo, muchas otras personas (algunas en verdad malas) simplemente morían al caer al mar.

¿Por qué no podía yo tener esa suerte?

Así fue como llegué a odiar al mar al que tanto amé, irónico, teniendo en cuenta que estaba atada a él.

Maldije una y mil veces al tiempo que aprendía el verdadero significado de eternidad. Vi los años pasar uno tras otro en medio del vació de una existencia estéril. Me sentí impotente, inútil, sin valor.

Atravesé miles de días con el rencor y la desesperanza corroyéndome dese adentro, sin pensar en otra cosa, ni desear nada más que escapar.

Pero todo en la vida pasa y mi ira fue desapareciendo. Lentamente, sin darme cuenta el odio fue diluyéndose, casi al tiempo que el barniz que cubría mi cuerpo de madera desaparecía.

Descubrí que aun atada al hechizo seguía siendo humana y no podía, ni quería, pasar el resto de mi existencia revolcándome en la amargura ni el odio, así que sin darme cuenta me reconcilié primero conmigo y después con él mar.

Aprendí a disfrutar de las cosas que me quedaban: la caricia del viento sobre mi piel de madera, el placer sencillo de mirar, el sabor de la sal, cosas pequeñas y simples que salvaron mi cordura.

Crucé todos los océanos recorriendo el mundo, he sido testigo de cada aspecto de la cambiante y a la vez eterna personalidad del mar: La juguetona cadencia del oleaje al lamer la arena, la violencia de las marejadas que parecen desear arrancarle la piel a la tierra. Muchas veces dormí mecida por las olas bajo la luna llena o el sol ardiente, y en otras ocasiones navegué en calma pero también en tormenta.

He amanecido anclada en helados fiordos de Noruega, pasé calurosas tardes tropicales en la Martinica y noches frenéticas en Liverpool.

Vi toda clase de criaturas marinas: enormes ballenas, extrañas medusas, calamares que sólo aparecen en leyendas, minúsculas sardinas y cosas aun más extrañas, tanto como pueden ser las sirenas y tritones.

No he sido feliz, quien pude encontrar dicha siendo prisionero, pero al menos ha sido una jornada interesante. Vi y escuché cosas que jamás habría conocido de otro modo, he viajado por todo el mundo, he sido navegante, talismán, y adorno.

Fui joven, y ahora soy una vieja dama cuya vida se extingue anclada en uno de los muchos muelles de Port Royal, entre aguas pestilentes y viejos marinos, tan ancianos y acabados como el barco a quien estoy unida.

Como ellos me desvaneceré en la bruma, igual que los barcos de madera desaparecen frente a los de metal. Pronto no seré más que un recuerdo. La vida cambia y al igual que los hombres envejecen, mi barco también lo ha hecho.

Pasó los días esperando en soledad. He aceptado mi destino. Después de todo nada es para siempre. Lo que me repugna es terminar con mi existencia como un trozo de madera quemada en algún horno, como simple leña.

Ha venido un hombre a ver mi barco, al verlo tuve la esperanza de volver a navegar, después de todo se parecía a aquellos viejos capitanes que comerciaban ron y especias.

Me equivoqué, aquel hombre era un comerciante si, pero de otra clase. No se interesaba en el barco sino en su carne. Palpó con dedos agiles la superficie recorriendo los intrincados tallado de la madera mientras hablaba de dinero

Así que, antes de darme cuenta, mi barco, conmigo incluida, fue vendido, parte como leña, mitad como objeto de decoración,

Han pasado un día desde entonces, pronto vendrán más hombres para secar el dique en que me encuentro, llevarme a los galpones y convertir en astillas la madera para secarla al sol. El comerciante quiere arrancarme de mi barco para usarme como adorno.

No lo lograré, sé que si me arranca del barco moriré, pero no importa por lo menos mi castigo habrá terminado.

Mis arrepentimientos son muchos pero mi mayor pena es haber desperdiciado esos primeros veinte años existiendo sin vivir. He visto a las personas llevar vidas sencillas lamentando su brevedad y envidié esa experiencia, deseando sentir por una vez la simple felicidad de un día normal, uno en el cual pudiera ir a donde quisiera y hacer lo que deseara.

Quizás sea parte de mi condena saber que cuando a penas me queda un día más, he encontrado un motivo de alegría: He conocido a un tritón.

Más bien otro tritón, muy diferente del primero, un ser maravilloso cuyo rostro de ángel me ha hecho olvidar mi destino. No sé por qué o cómo llegó a puerto, pero ha logrado que desee tener un poco más tiempo y me ha recordado que antes fui una mujer.

Nada con la energía y belleza de un dios de mar, mostrando una impresionante musculatura al bracear. Tiene largos cabellos negros y abundantes que resplandecen bajo la luz del sol, un rostro masculino y agraciado que sólo el mar es capaz de crear con esa perfección: pómulos altos, nariz patricia, una boca hecha para besarse una y otra vez. Sus ojos tiene el azul de todos los mares, desde el turquesa del caribe hasta el ártico del estrecho de Magallanes.

Con sólo verlo mi viejo cuerpo de madera sufre por no poder tocarlo.

Él habla conmigo, me ve como soy y no únicamente el mascarón que aparento ser. Su voz tiene el sonido retúmbate del mar embravecido y la cadencia del oleaje al llegar a tierra.

Es una delicia escucharlo preguntar mi nombre.

Finjo no verlo, tratando de ignorar los sentimientos que produce contemplarlo

-!Ahoy marinera!- Grita, sacando el torso del mar -dime tu nombre sirena.

Sonrío a pesar de mis intentos de mantenerme seria, él me hace feliz con sólo llamarme sirena. ¡Dios!... sin tan sólo fuera cierto.

El tritón insiste en llamarme a pesar de mi negativa, parece no cansarse de nadar y jugar junto a la quilla.

Deseo tanto hablarle…

¿Me atreveré?

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Luna del cazador

LUNA DE CAZADOR

Capítulo 1

El sonido de las bolas al chocar unas con otras resultó anormalmente fuerte aun tratándose de una de las mesas de billar de O´Sheas, uno de los bares más cutres de Saint Paúl, el vecindario más cutre de cuantos se contraen el área metropolitana de Boston Mass.

Cristina supo al momento que los hermanos Varek hacían uso del billar. Levantó el cuello por encima de la multitud para echar un vistazo, ese era un espectáculo que cualquier mujer con sangre en las venas apreciaría: Los cinco eran altos hasta resultar intimidantes, fuertes, fibrosos, con caderas estrechas, espaldas anchas, piernas musculosas y antebrazos dignos de un jugador de grandes ligas. Cristina no lograba saber que resultaba más espectacular en ellos, si esos rostros angulosos masculinos y avasalladoramente guapos que harían que Gabriel Aubry tuviera un serio caso de envidia o esos cuerpos dignos de modelar para Calvin Klein.

Eso sin contar con esa cierta sensación de peligro que los hacía a la vez atractivos y amenazadores.

Las sombras oscuras y altas y un segundo chasquido le dieron la razón.

Sip… Debían ser ellos, eran los únicos capaces de golpear las bolas hasta casi triturarlas.

Al instante lanzó una leve mirada al espejo de la barra para examinar su labial. Lanzó una soterrada palabrota al ver que se le había corrido. De cualquier forma no había mucho que pudiera hacer. No cuando hacía malabares con un par de bandejas llenas de vasos y jarras de cerveza.

Apresurándose a servir las mesas que le correspondían sin apenas fijarse en donde dejaba los pedidos, miraba de reojo el mal iluminado rincón en donde cinco enormes hombres jugaban al billar con la maestría de un profesional y la hostilidad de un asesino.

Las enormes siluetas se destacaban aun entre los clientes habituales de O´Sheas, en donde los tipos de aspecto rudo no faltaban. Sus musculosos cuerpos y sus actitudes de no—te—conviene—meterte—conmigo destacaban aun en medio de la habitual clientela de exconvictos y maleantes que pululaban en el local.

Los cinco significaban problemas con P mayúscula tan claramente que incluso los tipos más salvajes evitaban acercarse a ellos.

Apenas se libró de sus deberes, Cristina mordisqueó ligeramente sus labios para darse un poco de color, se alisó la minifalda negra y observó el escote de la blusa. Sus pechos destacaban bien en el negro, aun así los acomodó buscando que se elevaran, miró con ojo criticó el efecto y se dirigió contoneándose hacia los Varek.

Al acercarse no pudo evitar suspirar internamente cuando uno de los cinco —el más apuesto de ellos— se inclinó sobre la mesa, exhibiendo un culo digno de rebotar una moneda encima de lo firme que lucía, enfundado en un vaquero desgastado.

En honor a la verdad no sabía cuál de esos especímenes estaba en mejor forma: el de los ojos dorados y temperamento explosivo que siempre tenía esa expresión de odio intenso, el elegante que parecía estar al tanto de todo lo que ocurría, el esbelto de la sonrisa de ángel pero que se enfrascaba en peleas como demonio, o el de los ojos verdes que algunas veces le sonreía con amabilidad y siempre dejaba buenas propinas o incluso el que tenía el tipo de asesino a sueldo pero que nunca levantaba la voz.

Los cinco le gustaban a su pesar. Deseaba poner las manos en ellos de la misma manera que se desea acariciar a un tigre a pesar del peligro de perder la mano. Verlos jugar al billar la ponía a cien, tanto que en cada ocasión en la que ellos se dejaban caer por el bar, la noche de Cristina terminaba en una cita con su vibrador.

De cualquier manera nunca había intentado hablar con alguno, esa punzada de miedo y deseo desataban algo primitivo en su interior, alguna clase de cobardía —¿prudencia?— que la llevaba a mantener las distancias.

Sin embargo había decidido que esa noche sería diferente, estaba dispuesta a hablarles y si se sentía con ánimo, podría terminar con alguno de ellos en la cama.

Rodando las caderas hasta casi desencajárselas se acercó a ellos con la libreta en mano lista para tomar sus pedidos .

—¿Hay algo que desees? —preguntó descarada mirando directamente al tipo de los ojos increíbles. Sip pensó Cris, el mote de “ojos dorados” le quedaba como anillo al dedo.

“Ojos dorados” permanecía reclinado contra la pared con los musculosos antebrazos cruzados con indolencia sobre su pecho, en la derecha sujetaba una botella de Corona. Sus ojos dorados brillantes como topacio se fijaron en ella con intensidad. Cris sintió lo mismo que una cebra evaluada por el león, cuando la recorrió de arriba abajo desnudándola con la mirada. El vello se le erizó, cuando una sonrisa perversa se formo en su cruel pero agraciado rostro. No respondió de inmediato.

—Aún eres joven—dijo antes de tomar un sorbo de la Corona — para lo que tengo en mente —terminó con voz sombría.

En la mente de Cristina se formaron imágenes oscuras y eróticas de ella misma siendo tomada por esos cinco hombres a la vez, los pezones se le endurecieron mientras se imaginaba con la espalda sobre el paño verde de la mesa de billar, la falda hasta la cintura y a Ojos Dorados profundamente enterrado en ella.

A pesar de no ser ninguna ingenua, Cristina se sonrojó violentamente, la cabeza le dio vueltas al pensar en lo que se sentiría tener dentro a ese ejemplar. Su intuición le decía que la clase de sexo que él practicaba sería duro, sucio y peligroso. Un escalofrió de aprensión le recorrió el cuerpo, quizás Ojos Dorados tuviera razón. No estaba lista para él.

Un par de grandes manos le rodearon la cintura desde atrás, el calor de las ásperas palmas se filtro por la delgada tela de la blusa y pareció quemarle la piel. Cristina estuvo segura que le quedarían las marcas. Una voz ligeramente ronca ronroneó contra su oreja.

—Creo que sí hay algo que deseo.

Las bragas de Cristina se humedecieron ante el tono, los pechos se le pusieron duros y pesados, su sexo pulsó como si deseara ya sentir esa potencia.

Era mejor correr, su intuición decía que si accedía a cualquier cosa que le pidieran sería su fin. Para salvar su vida debería poner distancia entre esos hombres y ella. Resultaba más seguro su interludio con el vibrador, aun cuando fuera infinitamente menos satisfactorio que la sensación de uno de esos cuerpos grandes y pesados aplastándola contra el colchón. Dando un ligero manotazo apartó las calientes manos y miró hacia atrás con un descaro que no sentía.

—Lo siento. —A pesar de su bravata, Cristina dio un paso hacia atrás al dar la vuelta y encontrarse de frente con la deslumbrante sonrisa del esbelto de los ojos bonitos—. Únicamente está disponible el menú.

La sonrisa del hombre se hizo aun más grande, sin un asomo de recato volvió a colocar la mano sobre la cintura de Cristina y tiró levemente de ella, no tanto como para pegarla a su cuerpo, pero si lo suficiente para asustarla y elevarle la temperatura, al sentirse cerca de esa pared de músculos.

—Es una lástima —dijo dejándola ir—, podríamos aprender algunas cosas juntos o yo podría enseñarte, pero ya que no te agrada la idea… trae un par de jarras de cerveza.

Acto seguido el hombre se dio la vuelta con el taco levantado para inclinarse de nuevo contra la mesa y dejarle ver su perfecto culo.

Mierda, eso me pasa por jugar con fuego, pensó Cristina alejándose de ahí antes de que cambiara de opinión y en verdad se subiera a la mesa.

—Un consejo —gruñó a su paso el tipo con aspecto de matón profesional montado al revés en una silla y cuyos musculosos antebrazos reposaban en el respaldo en una exhibición de poderío—. No te pongas en la banca si no tienes la intención de jugar —le lanzó una breve mirada que hizo que la sangre de Cristina se le helara en sus venas. Esos ojos, pensó con un escalofrío, esos ojos estaban vacíos, total y absolutamente indiferentes.

Moviéndose ágilmente para pasar entre las mesas, pretendió no haber escuchado sus palabras, se alejó de esos cinco problemas tan rápido como pudo aunque sintiendo en el fondo una leve punzada de arrepentimiento. Suspirando llegó a la juiciosa conclusión que había tenido suerte al escapar entera.

Dragos observó la nada graciosa retirada de la camarera sonriendo con ironía. Ella era predecible, al igual que el resto de los humanos, todos reaccionaban ante su imagen, pero retrocedían al percibir a la bestia en su interior. Estaba enojado sin causa aparente y la actitud de la chica no ayudaba mucho.

Bebiendo un trago de la fría cerveza observó a sus hermanos reunidos como cada noche.

Luncan colocaba tiza sobre un taco, intentando por enésima ocasión vencer a Ilie en una partida de billar, algo que no había logrado en… mierda jamás desde que Dragos podía recordar.

Dragos observó a los dos hombres, con sus cabelleras oscuras y ojos de un extraño tono azul ártico, pasaban por gemelos, por supuesto uno —Ilie—, vestido impecablemente con lo último de la temporada de Abercrombie y el otro —Luncan—, con el aspecto de nómada de carretera. Salvo ese detalle, se veían tan similares entre si como diferentes a los humanos comunes. Dragos tenía que admitir que resultaban atractivos, así no era de extrañar la reacción de la camarera.

A un lado Ioan flirteaba con una chica. La mujer, una rubia ataviada con un top rojo tan diminuto que si respiraba con fuerza dejaría escapar sus pechos y una mini que era más bien un cinturón ancho, reía como una tonta y sacudía el cabello como si tuviera un tic nervioso en una perfecta imitación de la típica rubia descerebrada. Sin embargo, sus ojos azules examinaban el elegante aspecto y el evidente lujo con una mezcla de lujuria y avaricia.

Hablando de pecados capitales.

Mihai era asunto aparte.

Su silencioso hermano permanecía inmóvil con la mirada fija en el juego, no parecía interesado realmente en el movimiento de las bolas, ni en las camareras o en algo, el vacío que irradiaba alejaba a cualquiera lo suficientemente tonto como para cometer la estupidez de atravesarse en su camino.

Sus ojos grises tenían la dureza del acero y la calidez del hielo y decían a gritos que mantuvieras tu distancia.

Los cinco eran lo que quedaba de su Lagh y pese a no ser propiamente hermanos —excepto Luncan y él mismo— estaban unidos por un lazo que no podía romperse.

Ellos eran una jauría, mermada y disfuncional —como la mayor parte de las familias—, pero jauría al fin. Y a juzgar por su éxito reproductivo sería también la ultima. Como parte de la misma manada, sus vidas estaban entrelazadas como lo habían estado la de sus padres y sus abuelos y como lo estarían las de sus hijos si alguna vez los hubieran tenido.

Lo que antes fue un orgulloso linaje, estaba reducido a unos cuantos miembros desperdigados por el mundo, condenados a la extinción en cuanto murieran ellos.

Siempre era igual. Fueran a donde fueran siempre los trataban como proscritos aun sin saber realmente lo que eran. Ese pensamiento produjo una burbuja de ira en un pozo de amargo resentimiento que siempre hervía bajo la superficie de su piel.

Los odiaba. Realmente lo hacía, sus sentimientos hacia esos hijos de perra no habían disminuido en cien años y estaba muy seguro que no existía poder que los cambiara.

Tomó otro trago de Corona, mientras observaba distraídamente como Ilie y Luncan intentaban destrozar las bolas, con una abstracción digna de una cirugía cardiotorácica.

Dragos sintió envidia, sus hermanos por lo menos se concentraban en algo. Quizás si él fuera capaz de dedicarse a algún pasatiempo con esa misma pasión, tendría algo de calma.

A quien engañaba. No existía distracción capaz de cambiar lo que era: una bomba de relojería a punto de estallar.

Era tan inestable como la jodida nitroglicerina bajo el sol de medio día.

Y su lagh en pleno estaba al tanto.

Joder, se suponía que un alfa era un líder que guiaba a los suyos.

Un pilar en donde los Spalvains podía apoyarse, estable, sólido y comprometido con los suyos.

Dragos sonrío con ironía.

No estaba ni de cerca.

Como diablos podía ser el pilar de los suyos si necesitaba quien lo sostuviera a él.

No podía con la presión, no quería esa carga. Día a día, la desconfianza hacia sí mismo se mezclaba con la inconformidad por la tarea impuesta, sin que pudiera hacer nada para salir de la pendiente por la que se deslizaba.

Odiaba esa faceta de su personalidad, lo hacía sentir que cada día se convertía más y más en una copia de su padre.

Dimitri Vareck un gran líder… de una jauría masacrada.

De que se quejaba, de todos modos él no era mejor. Su único consuelo era que al paso que llevaban la decadencia que comenzó con su padre terminaría con él.

Menudo consuelo.

Su reflejo parecía burlarse de él desde el mugroso espejo de la pared. Salve o gran Alfa, parecía decirle.

Si claro… un gran líder, un magnifico Alfa que no quería tener responsabilidad alguna sobre los suyos, tan descontrolado que apenas era capaz de cuidarse solo.

Un cabrón indigno de guiar a nadie y a pesar de lo cual, los suyos lo seguían hasta la muerte.

Sí, era idéntico a Dimitri Varek.

Estaba tan asqueado de si mismo que algunas veces ni siquiera podía estar dentro de su piel. La frustración se sentía como un monstruo agitándose y creciendo dentro, alimentándose de sus temores e inseguridades, de sus recuerdos y pesadillas.

Sus ojos se fijaron en el insinuante vaivén de las caderas de una chica. Al sentir la intensidad de su mirada, ella giró lanzándole una insinuante mirada entre las pestañas cargadas de rímel.

Sin poder evitarlo, Dragos sintió un leve y nada bienvenido tirón sexual tensarle la ingle.

Aun tenía un remedio al que apelar, remedio que ya no tenía la misma eficacia de antes, se recordó: Follarse a una mujer hasta perder la conciencia. Enterrar su cuerpo y conciencia en el calor líquido de un dulce coño hasta olvidar.

Medicina para el cuerpo.

Medicina amarga.

A Dragos no le gustaba sentirse atraído por una humana, no le agradaban y desde luego no podía confiar pero no tenía más opción que recurrir a alguna de cuando en cuando.

Rascándose la barbilla distraídamente intentó recordar la última vez que había estado con una mujer.

Joder, no podía ubicar la fecha. ¿Un par de meses atrás? ¿O serían un par de años?… de todos modos ¿Quién llevaba la cuenta? Encogiéndose de hombros pensó que daba lo mismo a estas alturas. Se encontraba tan tenso que le vendría bien cualquiera. Todo cuanto necesitaba era una mujer dispuesta y caliente.

Era seguro como el infierno que no descargaría toda la frustración que se lo estaba comiendo vivo, pero por lo menos mañana funcionaría a un nivel aceptable.

El chasquido de las bolas sobre la madera hizo que el cabello de la nuca se le erizara.

Pensándolo bien, existía otro medio para calmar su temperamento.

Con algo de suerte podía sacarse la mierda de encima, siguiendo el método humano de romperle la cara a alguien.

Sin darse cuenta hizo crujir sus nudillos con un sonido semejante a una pequeña explosión en medio del silencio.

Luncan le lanzó una mirada envenenada. La punta de su cigarro ardió largamente antes de gruñir hosco.

—Si vas a hacer ruido será mejor que te largues.

Enseguida volvió su atención a la bola ocho.

Dragos sonrió maquinalmente.

Quien podría saberlo… a lo mejor conseguía un poco de esa acción que tanto necesitaba.

Espero en silencio a que Luncan preparara el taco cuidadosamente. De tanto en tanto su hermano le lanzaba miradas de advertencia que Dragos ignoraba.

Sus ojos dorados no perdían detalle, mientras Luncan se inclinaba sobre la superficie de paño verde midiendo el ángulo adecuado.

Un poco más…

Luncan levantó el tacó colocándolo en la posición correcta.

Sólo un poco…

La punta tocó la bola y retrocedió

Dragos hizo crujir sus nudillos una vez más. Un chasquido horrible tan sonoro como el primero.

—Mierda —rugió Luncan al ver fallar estrepitosamente el tiro. La bola ocho dio un salto y salió despedida cayendo con un plop sobre el linóleo manchado y continuó rodando hasta quedar bajo la barra

—Tenías que hacerlo… ¿no es así? —Luncan le rugió enseñando los colmillos.

Dragos sonrío levemente mostrando su propio par de armas en un gesto de intimidación.

La adrenalina corrió por sus venas, caliente y salvaje.

—¿Vas a hacer algo al respecto? —gruñó.

Su cuerpo apenas se movió y sin embargo estaba listo para luchar. Odio helado llenó todo el lugar.

Un grupo de moteros ajeno a la discusión, se agitó nervioso en una clara demostración de instinto de supervivencia o conciencia de hato.

Luncan gruñó soterrado.

Ioan se adelantó un paso.

Ilie se enderezó codo a codo con sus hermanos.

Incluso Mihai levantó la cara mostrando interés en algo por primera vez en la noche, estirando la espalda sin moverse de su asiento.

—Sí idiota, voy a hacer algo —Luncan se plantó enfrentando a su hermano. Durante un largo segundo ambos hombres se midieron, hasta que Luncan sacudió la cabeza negativamente sin someterse antes de ir por la bola.

—Voy a ignorar tu deseo estúpido de perder los dientes por nada.

¡No! rugió por dentro Dragos, necesitaba una pelea, una sensación de ligara picazón se extendió por su piel, las uñas de las manos surgieron y necesitó de toda su fuerza de voluntad para calmar su ansia de sangre.

Luncan tenía razón, estaba actuando por impulso y necedad, la ruta directa al infierno.

¡Mierda!

Estaba comportándose como un jodido imbécil.

Y pese a que no deseaba ser el líder, temía perder el control de su jauría. A quien trataba de engañar, lo estaba perdiendo ya.

El monstruo de la desconfianza asomó su cabeza por encima de su hombro.

¿Conspiraban contra él? ¿Alguno de ellos deseaba ser el alfa?

Recorrió los rostros de sus hermanos buscando el reproche o la crítica y solo hayo preocupación y desconcierto.

Dragos acorraló a un rincón de su mente a la bestia de la desconfianza, pero no al monstruo del deshonor.

No quería su preocupación, no necesitaba su piedad, la sola palabra le repugnaba. Ahora necesitaba que alguno de ellos —o todos—, le gritaran su incompetencia o se sometieran o mierda ya ni siquiera sabía que era lo que quería.

—Es mejor que te calmes viejo —dijo Ioan palmeándole el brazo—. A menos que quieras comenzar el espectáculo de los fenómenos y terminemos por aparecer en las noticias de las cinco.

Dragos se quitó de encima la mano con un empujón que llevaba la fuerza suficiente para desencajarle el hombro. En esos momentos no soportaba que lo tocaran. Se apartó de ellos dándoles la espalda.

Ioan tenía razón.

O´Sheas era un lugar público, estaban rodeados de humanos, cualquier error podría llamar la atención hacia ellos, algo que nadie deseaba.

Inhaló profundamente el aire viciado del bar.

Sería mejor que se largara de ahí o haría algo que los cinco lamentarían.

No podía arriesgar la vida que habían conseguido en Boston por un instante de furia. Bebió un último trago de Corona y dejó la botella sobre el borde de la mesa con un violento golpe.

—Debo irme —masculló sacando un par de billetes de la cartera para lanzarlos con movimientos rígidos antes de salir tan rápido como le fue posible de O´Sheas.

Ninguno de los suyos hizo el menor intento por detenerlo.

El frío de la calle le ayudo un poco a serenarse, aunque apenas fue capaz de percibir el cambio de temperatura.

De reojo observó a algunos clientes de O´Sheas buscando algo de acción con las prostitutas que daban largas caminatas por las aceras cercanas. El olor a perfume, licor barato y desesperación envolvía la calle.

Éste no era un buen lugar y sin embargo hacia juego con su estado de ánimo. Dragos se sentía en carne viva. Sin poder evitarlo hizo crujir los nudillos por tercera vez. Jugó con la idea de encontrar un callejón para despellejarse las manos o la cabeza —¿por qué no?—, contra los ladrillos.

Debía marcharse a casa, seguramente ahí encontraría algo que golpear hasta que le sangraran las manos. Dragos tomó una larga inhalación del aire frío y viciado y sacó las llaves de la Harley Davison aparcada en un rincón.

Antes de poder encender la maquina su aguda audición captó un débil sonido, lejano y tan tenue que los humanos no podían escucharlo. Cerró los ojos para concentrarse, dejando que sus oídos trabajaran.

Ahí estaba de nuevo… gritos agudos, quizás la oportunidad de una buena pelea.

Con algo de suerte podría encontrar una salida para su rabia, una válvula de escape.

Intentando escapar de si mismo echó a andar por las calles desiertas sabiendo que sin importar que tanto corriera la bestia correría con él.

* * * *

Harry Pikett lanzó una asquerosa maldición al ver a su presa escapar.

La noche había comenzado sin contratiempos, su plan estaba bien definido para logar su meta final, el extermino de todos esos engendros de Satán.

A medida que el tiempo pasaba, la idea de largarse de ahí comenzaba a hacerse cada vez más y más fuerte. No es que no deseara complacerla, pero se hacía tarde y con los lobos había que andarse con cuidado.

Sí lobos, Harry estaba al tanto del sucio secreto que esas criaturas guardaban. A pesar de parecerlo, los Varek no eran humanos, sino criaturas demoníacas a las que era necesario destruir por bien de la verdadera humanidad.

Pero quizás era mejor hacerlo en otra ocasión.

Estaba por marcharse cuando la puerta de O´Sheas se abrió y Dragos Vareck salió a la noche.

Como siempre, Harry sintió la mezcla de envidia corrosiva y asco cada vez que veía a alguno de ellos.

¿Lobo estas ahí? —moduló con los labios.

Sonriendo taimadamente, levantó el arma apuntando directamente al pecho del lobo, respiró profundamente y aguardó. Un momento más y el primero de ellos moriría.

Parecía tan fácil que casi no tenía gracia hacerlo. Harry exhaló, levantó la muñeca con el arma amartillada y contó.

Uno…dos… y

El lobo salió corriendo hacia la noche como si lo persiguieran los demonios del infierno.

Maldita fuera su sangre, pensó mientras bajaba la Glock sin haber logrado dispararla.

Harry odiaba a los Vareck por varias razones. La primera de ellas era la excusa que necesitaba para aborrecerlos con todas sus fuerzas: a pesar de todo ese deslumbrante aspecto, los Vareck ni siquiera eran humanos.

La segunda era simplemente la más básica y la que jamás admitiría en voz alta: como hombres ellos eran lo que él nunca sería, altos, fuertes, bien parecidos, ricos y con éxito con las mujeres.

La tercera, era un tanto prosaica pero igual de valida a sus ojos: Harry no entendía la razón por la cual contando con tantos recursos, dinero y pudiendo entrar a cualquier lugar —dado que los Vareck eran dueños de una de las más exitosas firmas de consultoría financiera en Boston— tenían que ser asiduos de O´Sheas, el bar más sucio y corriente de Misión Hill.

Malditos fueran.

No le agradaba esa parte de la ciudad, no porque no estuviera familiarizado sino por el contrario, la conocía demasiado bien y detestaba estar ahí.

Odiaba esos mugrientos callejones, odiaba el olor a basura que parecía pegarse a su piel y si no fuera por la devoción que le tenía a Ella, se daría la vuelta e iría a buscar un par de tragos en algún lugar digno de su categoría en vez de esconderse como una rata vigilando a los Vareck en espera de una oportunidad.

Y ahora al ver correr a ese maldito, la ira por las horas desperdiciadas aguardando lo hacía odiarlos más, sobre todo porque sin importar sus deseos debía seguirlo por esas calles olvidadas de Dios.