Hacer el amor con la
mujer amada, besar la sal de su piel, el dulce de sus labios, escuchar la
canción del mar latiendo en su pecho es mi nuevo concepto de paraíso.
Saciarme de ella
resultaba imposible, cada segundo que pasábamos juntos, estaba lleno de
maravillosos descubrimientos, como la satisfacción pura, de sostenerla entre mis
brazos sin otro deseo que estar juntos.
Quise decirle tantas
cosas, prometerle el mundo entero, pedirle que se quedara a mi lado, contarle
historias disparatadas, sólo para verla sonreír, pero no fui capaz de encontrar
las palabras, así que la besé.
Sus labios sabían a luz
de sol, lágrimas no derramadas y tantas otras cosas bellas a la vez que
tristes.
Durante un breve
instante, traté de detenerme, romper el beso y preguntar la razón de la angustia
que intentaba esconder, pero ella enredo los brazos en mi cuello, me atrajo a
su cuerpo y el mundo dejó de existir.
Hicimos el amor en la
playa, nuestra cama fue arena cálida de sol, nuestra manta el cielo infinito y
durante esos maravillosos y eternos momentos, mi mundo estuvo completo porque
al tenerla a ella, lo tenía todo.
La besé de pies a cabeza,
desde sus dulces sienes hasta la curva escondida de sus pantorrillas. Toque la
redondez de sus pechos con labios y manos, mi boca se alimentó del caramelo
oscuro de sus pezones, de la sal que el sudor dejó sobre su vientre. Saboreé la
poza de su ombligo y aun más allá cuando
mi descubrí con los dedos el húmedo delta cubierto de oscuros rizos.
La espalda de Aileen se
curvó elevando sus pechos como ofrenda a la noche cuando finalmente la toqué.
Labio a labio le di el más profundo de los besos y ella se derritió convertida
en lascivia resbalosa y salada para
deslizarse contra mi rostro con el mismo ritmo de una embestida carnal.
Mi lengua sondeo la profundidad de su carne,
la penetré tan profundamente como podía sujetándola de la cintura mientras mis
propias caderas presionaban el vacio de la arena en un preludio de la posesión.
—¡Dios!— gimió fuera de
si.
Al levantar la cara de
entre la v de sus piernas comprendí que la imagen de Aileen, cara al cielo y
entregada al placer, me acompañaría por siempre.
Cuando mi boca rodeó el
pequeño botón en que se había convertido su clítoris, el orgasmo la golpeó casi
de sorpresa. Incapaz de contenerse, mi sirena se sostuvo de mi cabello como si
lo hiciera a un salvavidas, su voz se alzó en un gritó que era mitad agonía,
mitad placer mientras curvaba la espalda y su henchido centro se contraía
rítmicamente.
Nos quedamos mucho tiempo
así, simplemente no me resignaba a dejarla, así que seguí lamiendo hasta que
sus temblores cesaron tras lo cual di un último beso a su intimidad y la abracé
colocando mi mejilla contra la curva de su vientre.
— Quiero sentirte—dijo de pronto con una sonrisa de sirena.
—Me has sentido— respondí
con la garganta repentinamente seca.
—No, no así— ella se
levantó sobre un codo y acaricio mi rostro, las puntas de sus dedos trazaron el
contorno de mis pómulos— quiero sentirte por completo.
Estuve sobre ella en un
latido, piel a piel, pecho a pecho, con sus muslos envolviendo mis caderas y
sus hermosos ojos oscuros fijos en los míos. Mi erección rozó el estrecho y resbaladizo
portal. Su humedad me cubrió y entré en ella centímetro a centímetro gozando de
su estrechez. Se sentía bien, correcto, adecuado. Éramos perfectos juntos,
arena y sal, ola y marea.
Aileen onduló las
caderas, sus uñas se clavaron en mi espalda impulsándome a entrar en su
intimidad más profundamente. Quise ser delicado, pero ella no lo permitió, se
entrego por completo al momento obligándome a hacer lo mismo.
Mi fuerza embistió contra
su fragilidad, mi erección se abrió paso en su apretado y ardiente canal, una y
otra vez, rodeé su cintura, me aferré a ella empujando su cuerpo contra la arena.
Dejé atrás toda pretensión de civilidad, me convertí en poderoso océano invadiendo
una cosa hecha mujer.
La amé como nunca antes, me
fundí en ella, deshaciéndome igual que la espuma sobre las rocas hasta que el placer
desbordó todos mis sentidos y llene su suave vientre con mi semilla.
—Te amo—confesó cuando el
placer aun nublaba sus sentidos y a pesar de que ese debía ser el momento más feliz
de mi vida, el tono roto y dolido de su voz, tiño mi alegría de pesadumbre.
—No me dejes— supliqué
sin estar seguro de querer escuchar más.
—Siempre te amaré —ella respondió
soslayando mi suplica.
Quise armarme de valor, deseé
preguntar pero tuve miedo a la respuesta, así que dejé pasar el momento y con él
la pena.
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