Algunos
recuerdan la escuela como la etapa más feliz de la vida y cuando se les
pregunta, dicen que harían cualquier cosa por volver, nunca le he encontrado sentido
a esa afirmación.
La
preparatoria no fue una etapa feliz, al contrario, la sentía como algo cercano
al infierno, así que preferiría que me arrastraran cuatro caballos salvajes que
volver a pasar por ella.
Es
decir, ¿Por qué coño volvería al punto en donde, además del absoluto desastre
que era mi vida familiar, tenía que lidiar con las personalidades retorcidas y
malévolas de mis compañeros?
La
respuesta es simple: por nada del mundo.
En
aquel entonces, mi propio ego era una cosa frágil y quebradiza que me empeñaba
en esconder tras una gruesa coraza de cinismo. Es decir, no es que las palabras y actitudes
de rechazo no me hirieran, sino que siempre me las arreglaba para esconder mi
dolor, usando una actitud de “me vale madre”
Además
de la autodefensa había un gran componente de rebeldía en mi actitud. A pesar
de sentirme una anormal me negaba a someterme a las imposiciones dictadas por
la moda.
En
la prepa o instituto – como quieran llamarle- siempre hay entes lastimosos
empeñados en integrarse al hato y por lo tanto capaces de hacer cualquier cosa
por conseguir aceptación.
Nunca
fui de esos.
Supongo
que a cierto nivel deseaba lo mismo, sin embargo íntimamente comprendía que mis
gustos y aficiones nunca serían comprensibles ni aceptables para, la
descerebrada y conformista, masa de chicos con la que a fuerza tenía que
tratar.
Para
mi resultaba más simple decir: “Ve a saludar a tu hetaira progenitora” que era
mi manera florida de mandarlos a joder con – y a- su madre, que tratar de
ponerme a nivel y desconectar mi cerebro para ser capaz de interactuar la
manada y hablar de música Pop o sobre los guapos de la clase, que en mi opinión
brillaban por su ausencia.
Que
puedo decir… tenía- más bien tengo- gustos raros.
Me
encanta la literatura del siglo de oro, cuando era adolescente, algunas veces
incluso repetía partes de “La vida es sueño” de Calderón de la Barca, como un mantra que me ayudaba a pasar
los tragos amargos del día.
Además
amaba escuchar a Nine Inch Nails, , lo que junto con el maquillaje oscuro y el
código de vestimenta tirando a dark no me convertían en la reina del baile.
Académicamente
tampoco sobresalía mucho, sin falsa modestia puedo decir que era una chica muy
inteligente, aunque no muy lista.
En
mi, lo que ahora los psicólogos llaman inteligencia emocional, brillaba por su
ausencia en mi personalidad. Supongo, de nueva cuenta, que era asunto de las
hormonas, pues se me hacía mucho más fácil- y más satisfactorio- emprenderla a
golpes que usar mi habilidad verbal para despellejar.
Con
esos antecedentes no es de extrañar que mi vida se desarrollara al margen, de
la sociedad, por así decirlo. Hubiera sido la victima perfecta de bulling
– conducta que para cuando estudie no
tenía nombre –a no ser por mi reputación de salvaje que me había conseguido un
margen de respeto.
El
mismo que se les da a los locos.
Sin
embargo a Alex no parecía hacerle meya mi oscura notoriedad. Tras el fracaso inicial, decidió tomarse las
cosas con calma, sin quitar el dedo del renglón.
De
un modo u otro me incitaba a participar en sus clases.
Al
principio no me lo tomé bien, por dos razones, la primera era que estaba más
que acostumbrada a ser ignorada.
La
segunda es que hasta el día de hoy padezco lo que mi madre llama “Conflicto de
autoridad”, es decir, me enferma, encabrona, cabrea, emputa y otra gran
cantidad de palabras soeces, que me den órdenes.
-Naciste
para ser jefa – aun dice mi vieja, con voz dulce y sonríe como si al cabo de
los años ese defecto se hubiera convertido en virtud.
Alex,
que en realidad era un hombre de lo más intuitivo, decidió apelar a la
curiosidad en vez de utilizar la fuerza o de aplicarme el código de silencio. Día a día, clase a clase, se dedicó a retar mi
incipiente confianza intelectual con problemas matemáticos que fueron escalando
en complejidad.
Al
principio ni siquiera me di cuenta de lo que pretendía, cegada por el rencor,
la mala leche y otros tantos sentimientos incomprensibles e inmanejables para
la adolescente que aun era, respondía a sus preguntas del peor modo posible,
sin desanimarlo.
Impasible
ante mis desplantes, Alex seguía haciéndome preguntas en un tono que, sugería un
desafío a mi inteligencia aunque nadie más parecía percibirlo de ese modo.
a
causa de mi inmadurez, sentía cualquier reto del mismo modo que un toro percibe
un trapo rojo: como una oportunidad para atacar, y así casi sin darme cuenta una
tarde me encontré, lápiz en mano, trabajando y obligando a mi mente enfocarse
en algo diferente a los malsanos miasmas de la realidad para abrirse a una idea
que no había contemplado: yo era realmente buena en mate.
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