miércoles, 29 de agosto de 2012

Manos de amante


Amo tus manos,
tus grandes manos, de tacto áspero,
de toque suave,
las acarició con los dedos recorriendo sus fronteras y bahías,
sus altas mesetas, sus gentiles líneas,
manos que se plasman contra las mías,
se cruzan y entrelazan hasta fundirse y confundirse.
Amo tus manos benditamente encallecidas,
manos de hombre que se gana el pan con su trabajo,
manos de guerrero que no lucha por dinero,
manos de escritor con alma de poeta.
Manos que vagan por mi cuerpo para moldearlo como barro renacido,
manos que crean uno y mil suspiros,
manos que gimen por mi boca abierta.
Manos que anclan mi mundo a la tierra,
sujetando tan sólo mis caderas,
manos que van y vienen como oleaje
las manos de mi amante.
Malena cid.
2012©Todos los derechos reservados.

domingo, 26 de agosto de 2012

No dormiré



No dormiré esta noche,
cerraré los ojos,
más el descanso no vendrá.
Es noche de poemas, vino
y recuerdos no creados.
Noche de invitarte a mi lecho,
y yacer en frenética asonada,
de asaltar mi ciudad inviolada,
dejar caer las defensas 
reconocer que soy tu plaza conquistada.
Noche de placeres sin culpa,
de amar sin seducción,
estar sin ser,
y sin saber si eres.
Noche de mujer y hombre,
de distancias que se vuelven polvo,
luciérnagas y mariposas.
grillos de alas rojas
saltado en los resortes de mi cama.
No dormiré ésta noche,
cerraré los ojos,
emprenderé el vuelo.
No dormiré ésta noche…
Soñaré.
Malena cid
2012©Todos los derechos reservados.

sábado, 25 de agosto de 2012

De nuevo Marina


Por causas de fuerza mayor y ante la falta de respuesta de la editorial a la que acudí en primera instancia, he decidido poner a Marina en la vitrina, ahora por conducto de la Editora Digital, espero que éste primer capítulo les agrade. 
Malena Cid
Capítulo 1

Es verano y sé que moriré en el invierno.
Si tengo suerte.
El médico lo dijo mirándome con esa expresión de sereno profesionalismo destinada a mantener la calma y ayudarme a comprender. Aun así no consigo aceptar las implicaciones: Tengo 36 años, soy joven, estoy muriendo y no hay mucho que pueda hacer al respecto.
Ni yo ni nadie.
Sentada en la consulta, mirando la lluvia golpear suavemente los ventanales, todo en lo que puedo hacer es preguntarme: ¿por qué yo?
De algún modo, siempre me sentí a salvo, inmune a las enfermedades, el dolor, la muerte, tomándolas como cosas que le ocurren a otros.
Siempre a otros, no a mí.
Tengo…
No…
Tenía, la vida ideal: era jefa del departamento de contabilidad de una importante empresa, poseía una hermosa casa y estaba casada con Rubén mi novio desde el instituto, pero lo único que en verdad deseaba era tener un hijo.
Pensé que sería fácil quedar embarazada, pero el tiempo avanzó y nunca ocurrió, a pesar de todos mis esfuerzos. Mes tras mes esperé ilusionada sólo para decepcionarme una y otra vez.
Cada intento fallido se llevaba un poco de mi alma haciéndome sentir fracasada.
Mi relación con Rubén se llenó de silenciosos reproches porque la culpa convierte lo que toca, aun lo más dulce, en acido.
Noche tras noche, mientras la pasión se tornaba obligación, mi vida perfecta se convertía en fachada y ni siquiera podía notarlo enganchada como estaba a conseguir mi deseo.
Me daba mil excusas, mil razones posibles por las cuales no conseguía embarazarme: estrés, cansancio, incluso Dios, imaginaba todas las causas admisibles, todas excepto la real.
Finalmente tuve que aceptar que no lo lograría sola. Necesitaba encarar el problema, salir de dudas y de algún modo, aun cuando no me atrevía a decirlo en voz alta, salvar mi matrimonio
La primera vez que entré, con Rubén de la mano, a la consulta, creí ingenuamente que todo se resolvería. Me decía una y otra vez que la medicina moderna era capaz de hacer milagros.
Hoy sé que no habrá milagros para mí, aunque en ese momento ni siquiera sospeché, todo en lo que podía pensar era en sentir a un bebé moverse en mi vientre.
Mi médico, un hombre encantador de manos suaves, ordenó una serie de exámenes para descartar, según dijo.
A las primeras pruebas le siguieron otras y luego otras más. Fui pinchada, escaneada, escrutada y odie cada segundo de la experiencia pero resistí refugiándome en la fantasía de ser madre, de sentir la vida crecer.
Sin embargo, ésta tarde, al ver rostro adusto del profesional, debí intuir que no tenía buenas noticias.
Ningún medico tiene esa expresión cuando va a decirle a alguien que todo está bien. Sentada en la impoluta consulta, escuché su voz suave y controlada hablar de plaquetas, de sangre, tiempo y para al final pronunciar la palabra leucemia como una sentencia de muerte pero todo en lo que podía pensar, era que nunca sostendría entre mis brazos el cuerpo pequeño y dulce de un bebé, nadie me llamaría mamá.
Moriría antes de lograrlo.
Todo lo que tenía era esa ilusión para sostenerme y ahora se ha ido. ¿Qué debo hacer? ¿Qué diablos se supone que debo hacer?
Ni siquiera supe que lloraba hasta que una gota cayó sobre la pechera de mi blusa.
—Oh Dios —sollocé y eso fue todo, no podía hablar. La escena entera se me antojaba irreal y al mismo tiempo definitiva.
Rubén me miró…
No viviré mucho tiempo pero mientras lo haga no olvidaré su rostro lívido ni la frialdad de sus dedos mientras sujetaba los míos.
Me sentí como si lo hubiera traicionado.
Escuché atontada a mi esposo formular preguntas, tantas que apenas podía seguirlas, mucho menos comprender, excepto por un solo hecho, dolorosamente claro: no había nada que hacer.
Podía tener otros médicos, otras opiniones, podría…
¡Dios! como odie esa palabra. Podría…posibilidad, cuando yo no tenía ninguna.
Al final estuvo claro que no importaba cuantas pruebas más me hicieran, ni el esfuerzo o dinero que estuviera dispuesta a gastar, nada cambiaría el hecho de que tenía leucemia y moriría.
Aún así el médico nos dio dos opciones, una era arriesgarme, aceptar un tratamiento experimental sin ninguna garantía de éxito, pasar los meses que me quedan atada a una cama de hospital muriendo de a poco, con el cuerpo martirizado por la quimioterapia en busca de una esperanza lejana como la luna.
La otra era vivir lo mejor que pudiera el tiempo que tuviera, después de todo el fin sería lento, moriría con la misma suavidad con la que una vela se apaga.
No recuerdo como regresamos a casa, el viaje en coche o las calles de mi ciudad.
Perdí la noción de todo hasta que me descubrí lado a lado de Rubén en nuestra cama, vestidos, sin tocarnos ni hablar, juntos, pero a la vez distantes.
Quería llorar, gritar, maldecir, tenía necesidad de Rubén, de sentirlo, su cuerpo, sus manos, su boca, buscar, desesperadamente, consuelo, en nuestra unión.
Quería escucharlo decirme, prometerme, que todo estaría bien, que saldríamos de esta, que un día nos reiríamos del asunto, que lo haríamos tomados de la mano como un par de ancianos tontos. En vez de eso, él sólo me miraba con ojos vacíos.
Sentí el acostumbrado impulso de reconfortarlo. Ese siempre fue el tono de nuestra relación. No lo hice, me rebelé contra la costumbre que creamos. Esta vez yo era la que necesitaba de él, de su amor, de su consuelo.
Quise preguntarle si me amaba.
¿Me quieres? Sentí las palabras quemar mis labios, quise decirlas, pero tuve miedo.
Miedo de la respuesta. Miedo de saber lo que ya podía leer en sus ojos, así que callé, me tragué las lagrimas sin saber quién moriría primero, nuestra relación o yo.